Jamás es una palabra demasiado grande. Nunca, difícilmente, sería raro que ocurra…todavía te creo. Pero “jamás”, es simplemente demasiado. Contrariando esta teoría-y todas las teorías que alguna vez pude inventar sobre mí y sobre el amor- la mina me dijo: jamás. Sí viejo, así como suena: me dijo “Jamás te voy a dar bola, Juan”.
Así, sin preludios ni piedad, cortito y al pie, pa que gastarse en cortesías de ocasión, habrá pensado ella. Mi corazón, en cambio, ni tiempo para pensar tuvo. El baldazo de agua fría le cayó sin anestesia.
Pero siempre me consideré un hombre de acción, esta vez no iba a ser diferente. Jamás puede darse vuelta y se lee samaj, que no significa nada. ¡Carajo, una maldita palabra no va a desanimar un tipo como yo! me dije. Entonces empecé a escribir un libro. Y como a las cosas malas en la vida hay que burlárseles en la cara, decidí que mi libro se llamaría “Jamás”.
No era una novela de amor como cualquier otra. Mi libro hablaba de viajes, y aventuras, de paraísos y de infiernos. De veranos y de inviernos recorridos en busca de un amor que jamás aparecía. De noches de insomnio pensando en una mujer con ojos negro azabache que se escurría como arena entre los dedos sin jamás dejarse ver. Está bien, era una novela de amor como cualquiera, pero jamás lo admitiría frente a los críticos de literatura contemporánea.
El caso es que la novela gustó, sin demasiado esfuerzo encontré un editor berreta que aceptó publicarla en un papel berreta. Al cabo de tres meses se agotó la primera edición, definitivamente a la gente le encantan las novelas de amor cualquiera.
Desde entonces, mis días transcurrían entre ofertas de editoriales famosas que querían publicar mi próxima novela y cocktails de sociedades de pseudo-escritores despeinados o casi sin pelo. Yo, sin embargo, no podía dejar de esperar que aquello sucediera, que se hiciera realidad la única razón por.la que me había embarcado en la locura de escribir un libro: la esperanza ciega de que Laura volviera a mí. Sin necesidad de llamarla, sin por favor ni no puedo vivir sin vos, mi libro sería mi anzuelo, hacía ese ser precioso llamado Laura.
Un martes cualquiera, cuando estaba por acostarme a dormir la siesta, sonó el timbre de la pensión. Se me paró el corazón, inevitablemente comencé a transpirar. Esa era Laura, lo sabía: solo una mina como ella puede tocar el timbre con esa pasión. Despacio caminé hasta la puerta. Me temblaba la mano al intentar encajar la llave en la cerradura. Me sequé la frente con un pañuelo y abrí la puerta con mi mejor cara de desprevenido. Ahí estaba, era ella. Mi plan había resultado, tal y como lo había planeado, ¡y en solo tres ínfimos meses!. Miré al piso, esperando sus palabras dulces, o quizás un beso silencioso y apasionado. Fue solo un instante, pero pareció interminable. Cuando finalmente levanté la vista, me miró con esos ojos de aceituna y entregándome mi libro en la mano me dijo impasible: “Sabés Juan, jamás vas a ser un buen escritor”.
Jazmín